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miércoles, 26 de febrero de 2014

¿Qué deja un perro cuando se va?


     Al regresar de un viaje, y luego de enterarme de que ya no volvería a ver a Hanna, me puse a recorrer en silencio y observar los lugares de la casa que ella solía frecuentar; pensando y tratando en cierta forma de visualizarla. 

     Me encontré con su baldecito de agua a donde iba a beber las veces que tenía sed, su cuenco de comida con todavía algo de su cereal (nunca comía de más), su cadenita con la que la amarrábamos a su casa en momentos de recibir visitas porque era una chica celosa y no le gustaban los extraños, y uno de sus huesos mordisqueados con el que solía entretenerse durante horas.

     La mayoría de estas cosas incluso se las compramos nosotros, y aún así era todo lo que necesitaba para ser feliz y darnos todo el cariño del mundo a su manera.

     Mientras nosotros estamos llenos de prendas de vestir, autos, tarjetas de crédito, deudas, teléfonos inteligentes, computadoras, estrés laboral, cuentas bancarias, electrónica, propiedades, electrodomésticos y un sinfín de cosas materiales que nos pasamos acumulando a lo largo de nuestras vidas, la felicidad de Hanna se basaba en vernos llegar y estar con nosotros.

     Ella se encargaba de que entendiéramos su felicidad moviendo la cola mientras iba corriendo a recibirnos. Entendíamos sus lengüetazos y saltos cuando nos decía que estaba feliz de vernos y que nos extrañó. Notábamos su tranquilidad al estar recostada sobre la alfombrita de la cocina mientras mamá realizaba algún que otro quehacer o estando cerca de los pies de alguno de nosotros bajo la mesa en los almuerzos familiares de los domingos.

     No podía hablar, pero no hacía falta. Siempre pensé que en la mayoría de las ocasiones hablar está de más. Que es lo que menos necesitamos para comunicarnos. Y ella también se encargaba de enseñarnos eso. Podíamos entenderla y ella nos entendía a la perfección. Hasta cuando nos decía que sólo compartiría su espacio con nosotros, evitando que cualquier otra persona se le acercara.

     Tal vez no pude agradecerle lo suficiente lo que me enseñó. Tal vez debí ir a lanzarle una pelota más veces en vez de quedarme encerrado en casa frente a un monitor de computadora. Pero estoy seguro de que a ella no le importaba. Sólo se mantuvo fiel hasta el final.

     Para los demás era sólo un perro. Y creo que está bien. Porque para ella, los demás eran sólo extraños que molestaban. Sólo nosotros podíamos entender lo profundo del vínculo familiar que nos unía.

     Los perros se encargan de enseñarnos muchas cosas que a nosotros nos lleva años, o a veces hasta la vida entera para aprender. Nos recuerdan que la felicidad está en las cosas sencillas y básicas de la vida. Y esta chica de ojos marrones hasta el último momento cuando tuvieron que ponerla a dormir, nos enseñó que el desapego y las despedidas, aunque sean demasiado dolorosas a veces, forman parte de nuestro transitar por aquí.