El amanecer coreano en invierno suele llegar cerca de las 8 de la mañana, lo que hace que generalmente me sienta un gran madrugador cuando despierto y todavía está oscuro.
La del jueves no hubiera sido una madrugada diferente a las demás si no fuera porque al mirar por la ventana del piso 18 de mi habitación, mientras me alistaba para salir a desayunar, vi por primera vez un espectáculo de la naturaleza que jamás pensé podría impresionarme tanto.
Al principio no entendía del todo lo que sucedía, pero al acercarme a observar mejor, lo comprendí. Pequeños y volátiles copos de nieve caían diagonalmente impulsados por el viento y la gravedad, formando un montículo de hielo en el marco de mi ventana. Eran tan frágiles y delicados que se posaban suavemente al tocar alguna superficie.
Pero mi impresión fue aún mayor cuando al levantar la vista y ver hacia el horizonte, los copos se multiplicaban por cientos de miles, abarcando todo el paisaje. Una caída rítmica, constante e hipnótica que iba cubriendo de blanco todo a su alrededor. Árboles, bancos de plazas, vehículos y calles; todas bajo el manto de lo que pareciera ser una lluvia de confeti en alguna celebración de carnaval.
Generalmente soy más de sol, playa y arena. Pero vivir esta experiencia de cierto modo hasta mágica y observar el pacífico paisaje sin más color que el blanco más puro, hace que uno pueda apreciar los pequeños detalles de la vida y la magnificencia de la naturaleza.
Por supuesto que una vez que hubo terminado de amanecer, sólo quedaba abrigarse bien y salir a disfrutar...
Ver álbum: Mi primera nevada
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